lunes, 17 de julio de 2017

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¿Por qué no todas las religiones son iguales?


Se piensa que todas las religiones son buenas. Todas -salvo degeneraciones extrañas que son como la excepción que confirma la regla- llevan al hombre a hacer cosas buenas, exaltan sentimientos positivos y satisfacen en mayor o menor medida la necesidad de trascendencia que todos tenemos. En el fondo, da igual una que otra. Además, ¿por qué no puede haber varias religiones verdaderas?

Es cierto que uno tiene que ser de espíritu abierto, y apreciar todo lo positivo que haya en las diversas religiones, que es sustancialmente diferente que decir que existen varias religiones verdaderas: si solamente hay un Dios, no puede haber más que una verdad divina, y una sola religión verdadera.

La sensatez en la decisión humana sobre la religión no estará, por tanto, en elegir la religión que a uno le guste o le satisfaga más, sino más bien en acertar con la verdadera, que sólo puede ser una. Porque una cosa es tener una mente abierta y otra, bien distinta, pensar que cada uno puede hacerse una religión a su gusto, y no preocuparse mucho puesto que todas van a ser verdaderas. Ya dijo Chesterton que tener una mente abierta es como tener la boca abierta: no es un fin, sino un medio. Y el fin -decía con sentido del humor- es cerrar la boca sobre algo sólido.


Como cristiano que soy, creo que el cristianismo es la religión verdadera. Porque si uno no cree que su fe es la verdadera, lo que le sucede entonces, sencillamente, es que no tiene fe.

Lógicamente, creer que el cristianismo es la religión verdadera no implica imponerla a los demás, ni menospreciar la fe de otros, ni nada parecido. Es más, la fe cristiana bien entendida exige ese respeto a la libertad de los demás.

Ahora bien, la adhesión a la verdad cristiana no es como el reconocimiento de un principio matemático. La revelación de Dios se despliega como la vida misma, y toda verdad parcial no tiene por qué ser un completo error.

Muchas religiones tendrán una parte que será verdad y otra que contendrá errores (excepto la verdadera, que, lógicamente, no contendrá errores). Por esta razón, la Iglesia Católica -lo ha recordado el Concilio Vaticano II- nada rechaza de lo que en otras religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres.

¿Y por qué la religión cristiana va a ser la verdadera?

Para responder esta pregunta, se pueden aportar pruebas sólidas, racionales y convincentes, pero nunca serán pruebas aplastantes e irresistibles. Además, no todas las verdades son demostrables, y menos aún para quien entiende por 'demostración' algo que ha de estar atado indefectiblemente a la ciencia experimental.

Digamos -no es muy académico- que es como si Dios no quisiera obligarnos a creer. Dios respeta la dignidad de la persona humana, que Él mismo ha creado, y que debe regirse por su propia determinación. Dios jamás coacciona (además, si fuera algo tan evidente como la luz del sol, no haría falta demostrar nada: ni tú estarías leyendo esto ni yo ahora escribiéndolo).

Para creer, hace falta una decisión libre de la voluntad: la fe es a la vez un don de Dios
y un acto libre. Y nadie se rinde ante una demostración no totalmente evidente (algunos, ni siquiera ante las evidentes), si hay una disposición contraria de la voluntad.

En este caso, sugiero, para comprensión de la lectura, comentar algunas de las razones que pueden hacer comprender mejor porque la religión cristiana es la verdadera. No pretendo hacerlo de modo exhaustivo ni tremendamente riguroso: se trata simplemente de arrojar un poco de luz sobre el asunto, resolviendo algunas dudas, o bien fortaleciendo convicciones que ya se tiene: sólo intento hacer más verosímil la verdad.

Un sorprendente desarrollo

Podemos empezar, por ejemplo, por considerar lo que ha supuesto el cristianismo en la historia de la humanidad. Piensen cómo, en los primeros siglos, la fe cristiana se abrió camino en el Imperio Romano de forma prodigiosa. El cristianismo recibió un tratamiento tremendamente hostil. Hubo una represión brutal, con persecuciones sangrientas, y con todo el peso de la autoridad imperial en su contra durante muchísimo tiempo (unos dos siglos).

Es necesario pensar también que la religión entonces predominante era una amalgama de cultos idolátricos, enormemente indulgentes, en su mayor parte, con todas las debilidades humanas. Tal era el mundo que debían transformar. Un mundo cuyos dominadores no tenían interés alguno en que cambiara. Y la fe cristiana se abrió paso sin armas, sin fuerza, sin violencia de ninguna clase. Y, pese a esas objetivas dificultades, los cristianos eran cada vez más.

Lograr que la religión cristiana se arraigase, se extendiera y se perpetuara; lograr la conversión de aquel enorme y poderoso imperio, y cambiar la faz de la tierra de esa manera, y todo a partir de doce predicadores pobres e ignorantes, faltos de elocuencia y de cualquier prestigio social, enviados por otro hombre que había sido condenado a morir en una cruz, que era la muerte más afrentosa de aquellos tiempos... Sin duda para el que no crea en los milagros de los evangelios, me pregunto si no sería éste milagro suficiente. Algo absolutamente singular en la historia de la humanidad.

Jesús de Nazareth

Sin embargo, la pregunta básica sobre la identidad de la religión cristiana se centra en su fundador, en quién es Jesús de Nazareth.

El primer trazo característico de la figura de Jesucristo -señala André Léonard- es que afirma ser de condición divina. Esto es absolutamente único en la historia de la humanidad. Es el único hombre que, en su sano juicio, ha reivindicado ser igual a Dios. Y recalco lo de reivindicado porque, como veremos, esta pretensión no es en modo alguno signo de jactancia humana, sino que, al contrario, va acompañada de la mayor humildad.

Los grandes fundadores de religiones, como Confucio, Lao-Tse, Buda y Mahoma, jamás tuvieron pretensiones semejantes. Mahoma se decía profeta de Allah, Buda afirmó que había sido iluminado, y Confucio y Lao-Tse predicaron una sabiduría. Sin embargo, Jesucristo afirma ser Dios.

Los gestos de Jesucristo eran propiamente divinos. Lo que de entrada sorprendía y alegraba a las gentes era la autoridad con que hablaba, por encima de cualquier otra, aun de la más alta, como la de Moisés; y hablaba con la misma autoridad de Dios en la Ley o los Profetas, sin referirse más que a sí mismo: "Habéis oído que se dijo..., pero yo os digo..." A través de sus milagros manda sobre la enfermedad y la muerte, da órdenes al viento y al mar, con la autoridad y el poderío del Creador mismo.

Sin embargo, este hombre, que utiliza el yo con la audacia y la pretensión más insostenibles, posee al propio tiempo una perfecta humildad y una discreción llena de delicadeza. Una humilde pretensión de divinidad que constituye un hecho singular en la historia y que pertenece a la esencia misma del cristianismo.

En cualquier otra circunstancia -piénsese de nuevo en Buda, en Confucio o en Mahoma- los fundadores de religiones lanzan un movimiento espiritual que, una vez puesto en marcha, puede desarrollarse con independencia de ellos. Sin embargo, Jesucristo no indica simplemente un camino, no es el portador de una verdad, como cualquier otro profeta, sino que es Él mismo el objeto propio del cristianismo.

Por eso, la verdadera fe cristiana comienza cuando un creyente deja de interesarse por las ideas o la moral cristianas, tomadas en abstracto, y le encuentra a Él como verdadero hombre y verdadero Dios.

Cuando se trata de discernir entre lo verdadero y lo falso, y en algo importante, como lo es la religión, conviene profundizar bastante. La religión verdadera será efectivamente la de mayor atractivo, pero para quien tenga de ella un conocimiento suficientemente profundo.

¿Puede uno salvarse con cualquier religión?

La verdad sobre Dios es accesible al hombre en la medida en que éste acepte dejarse llevar por Dios y acepte lo que Dios ordena; en la también en que el hombre quiera buscar a Dios rectamente. Por ello, es un barbarismo decir que los que no son cristianos no buscan a Dios rectamente. Hay gente recta que puede no llegar a conocer a Dios con completa claridad. Por ejemplo, por no haber logrado liberarse de una cierta ceguera espiritual. Una ceguera que puede ser heredada de su educación, o de la cultura en la que ha nacido, y en ese caso, Dios que es justo, juzgará a cada uno por la fidelidad con que haya vivido conforme a sus convicciones. Es preciso, lógicamente, que a lo largo de su vida hayan hecho lo que esté en su mano por llegar al conocimiento de la verdad. Y esto es perfectamente compatible con que haya una única religión verdadera.

En esta línea, la Iglesia católica señala que los que sin culpa de su parte no conocen el Evangelio ni la Iglesia pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

Y como asegura Peter Kreeft, el buen ateo participa de Dios precisamente en la medida en que es bueno. Si alguien no cree en Dios, pero participa en alguna medida del amor y la bondad, vive en Dios sin saberlo. Esto no significa, sin embargo, que basta con ser bueno sin necesidad de creer en Dios para lograr la salvación eterna. La persona no debe creer en Dios porque nos sea útil, o porque nos permita ser buenos, sino, fundamentalmente, porque creemos que Dios es verdadero.

En esta línea hay que mostrarnos un tanto escépticos ante algunas crisis de fe supuestamente intelectuales, pero que en el fondo esconden una opción por fabricarse una religión propia, a la medida de los propios gustos o comodidades. Cuando una persona hace una interpretación acomodada de su religión para rebajar así sus exigencias morales, o no se preocupa de recibir la necesaria formación religiosa adecuada a su edad y circunstancias, es bien probable que la pretendida crisis intelectual bien pueda tener otros orígenes.

¿Por qué, entonces, la Iglesia es necesaria para la salvación del hombre?

La Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia» (Lumen gentium, 14).

Siguiendo a la Dominus Iesus, esta no se contrapone a la voluntad salvífica universal de Dios; por lo tanto, «es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación» (Redemptoris missio, 9). Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, «la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo» (ibid, 10).

Ciertamente, las diferentes tradiciones religiosas contienen y ofrecen elementos de religiosidad, que forman parte de «todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones» (Redemptoris missio, 29). A ellas, sin embargo, no se les puede atribuir un origen divino ni una eficacia salvífica ex opere operato, que es propia de los sacramentos cristianos. Por otro lado, no se puede ignorar que otros ritos no cristianos, en cuanto dependen de supersticiones o de otros errores (cf. 1 Co 10, 20-21), constituyen más bien un obstáculo para la salvación.

En este sentido, la Dominus Iesus es bastante clara cuando afirma que con la venida de Jesucristo Salvador, Dios ha establecido a la Iglesia para la salvación de todos los hombres. Esta verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye esa mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que "una religión es tan buena como otra"» (Redemptoris missio, 36). Como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra aetate, 2).

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